martes, 29 de enero de 2013

Tiñan 20 anos e sabían máis que moitos


Hablábamos de los entusiamos y riesgos de la generación 80-90. Hablemos de los cascarrabias de las generaciones anteriores. Incluida la mía, que no sabe si aún es joven o teme dejar de serlo. ¡Ay, las poetas veinteañeras que saben pensar y pintarse los labios! Nos molesta que sean guapas, nos aburre que no lo sean. ¡Ay, los escritores veinteañeros que leen filosofía y frecuentan facebook! Nos irrita que sean estudiosos, nos ofende que no lo sean. Recuerdo aquel artículo sobre nuevos autores, editores y críticos. Recuerdo haber pensado ante las insidias que generó: cómo desearíamos haber sido los últimos jóvenes. Cómo nos gustaría que la historia se detuviera en nosotros. Las canas no se eligen, pero la caspa se merece. ¿No denunciábamos los intereses de los grandes grupos mediáticos? Pues ahora los jóvenes crean sus propios medios prescindiendo de intermediarios. ¿No criticábamos la verticalidad del sistema de legitimación? Pues ahora ellos eluden horizontalmente esa oligarquía. ¿No lamentábamos lo tarde que se emancipan los jóvenes? Pues por eso publican pronto: porque quieren salir de casa. ¿No nos preocupaba el desempleo juvenil? Pues por eso pasan horas asociándose y construyendo discursos en la red. No nos pedirán limosna. Esa es su riqueza.


Pienso en casos como el de Luna Miguel, agitadora poética, poeta agitada, joven estelar y estrella joven, a quien apenas he visto en mi vida. Síntesis de las virtudes y torpezas de su edad, que fue (no disimulemos) la nuestra. Precoz en sus lecturas, reconocimientos y padecimientos públicos, su trayectoria tiene algo de laboratorio generacional. Más de un nuevo poeta he descubierto gracias a su blog. Y más de una vez he tenido la certeza de que, por encima de sus cándidas escatologías, en su escritura hay talento. Ritmo sensible. Cosquilleo sintáctico. No es poco para quien podría ser hija (o nieta) de bastantes detractores. Lo afirmo ahora, antes de que esa vocación cristalice en un libro importante, porque es precisamente ahora cuando vale la pena afirmarlo. Quizá se equivoque convirtiendo una cara en una bandera, facilitando innecesaria (¿inseguramente?) que su imagen personal fagocite su genuina capacidad literaria. La pregunta es: ¿y qué? Los puritanos que censuran el uso de la apariencia, que insisten en condenar tal reportaje o la fotito de la cadera, ¿no incurren fatalmente en la superficialidad que denuncian? Un escritor vale lo que lee y escribe. Su crítico, aquello en que se fija.


A lo largo de mi larga veintena recibí ingentes dosis de paternalismo, cuando no groseras hostilidades, basadas en el prejuicio de la edad. Pero tan estúpida es la sobrevaloración de la juventud como la mitología de la madurez. De hecho, una se alimenta de la otra. Por eso he leído con admiración la antología Tenían veinte años y estaban locos. Podrán interesarnos unos poetas más que otros, podrán parecernos estos mejores que aquellos. Pero todos irrumpen, buscan y están vivos. Disfruté especialmente con Alberto Acerete, Cristian Alcaraz, Bárbara Butragueño, Laura Casielles, David Leo García, Berta García Faet, María M. Bautista, Raúl E. Narbón, Eba Reiro, Ángel de la Torre
También me gustan otros poetas de su generación, como Pablo López Carballo, Pablo Fidalgo, Natalia Litvinova, Elena Medel, Rodrigo Olay, Alba González Sanz, Sara Torres R. de Castro o Javier Vicedo. Quien los lea será afortunado. «Deberían vivir antes de escribir», gruñen sus mayores, «no tienen ninguna experiencia». 
Hay que tener muy poca confianza en la literatura para no comprender que la escritura produce experiencias de vida. No pasa nada, queridos obsolescentes, por leer a adolescentes. A lo mejor, ¡Arturito el francés no lo quiera!, hasta aprendemos algo.





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